A las siete
de la mañana salimos por la puerta del hotel. Cogemos el autobús
urbano hacia el centro de Bolonia, y en apenas veinte minutos estamos
caminando por calles anchas y desiertas, el suelo todavía mojado por
la llovizna del amanecer, entre edificios de ladrillos ocres y
vetustos. Caminamos bajo amplios soportales en busca del centro
histórico y, cuando empezamos a caminar por las calles vacías de
tráfico para entender mejor dónde estamos, tropezamos casi sin
pensarlo con la catedral de san Pietro, edificio ancho e imponente
por dentro, vacío de fieles y turistas, silencioso.
A un paso, la Piazza Maggiore, espaciosa y desierta, y al fondo la emblemática basílica de san Petronio, cuya fachada está tapada por lonas con su propia fotografía, pues está siendo restaurada. Por dentro es aún más ancha que la catedral, más espectacular. Sólo al fondo a la derecha encontramos a los primeros boloñeses: en una pequeña capilla, un reducido grupo de fieles escuchan la misa temprana que ofrece un sacerdote de voz agradable y cadenciosa, que habla en un italiano limpio y sosegado de la importancia de tener referentes morales en la vida.
Nos
sentimos diminutos en un templo tan enorme y salimos de nuevo a la
plaza. A las ocho y algo ya hay gente que cruza la plaza, algunos
andando y muchos en bicicleta. Tomamos calles que salen desde la
plaza y encontramos la torre Asinelli, una alta aguja de color
rojizo. A su lado, más oscura, muy pequeña y pobre, la torre
Garisenda, del siglo XI, de sólo 48 metros al lado del otro gigante,
e inclinada desde hace siglos. A la entrada de una galería, desde
donde vemos la iglesia de san Petronio, tomamos con calma la primera
colación: cruasán con crema y cappuccino.
Desde la terraza de la cafetería escuchamos las primeras músicas de un desfile. En la Piazza Maggiore se prepara un homenaje a los que combatieron en la segunda guerra mundial. Empiezan a llegar autoridades, carabineros y policías, veteranos de guerra y familiares, la multitud se congrega entre la fuente central y el edificio de la Bolsa.
Entre los ancianos familiares de los veteranos, de varios países, algunos vienen en bicicleta: las mismas bicicletas fabricadas en los años 20 que llevaron en los días de la guerra, como nos cuenta uno de ellos. Hay música de viento, hay trompetas militares, y el homenaje se cierra cuando en medio de un gran aplauso estos hombres se montan en sus bicicletas y emprenden su marcha por la ciudad.
A las diez
y media cogemos el autobús de vuelta al hotel. La casualidad nos
pone al lado a un profesor de idiomas y literatura comparada que nos
ayuda a cambiar monedas para el billete. Giuseppe habla un español
claro y sin errores, y conoce casi toda España por sus múltiples
viajes a nuestro país. Nos hace un recuento de las ciudades que ha
visitado, seguramente más que nosotros mismos, y nos cuenta
experiencias interesantes que se llevan a cabo en los institutos
públicos italianos, donde se emplean fondos del centro para que
profesores vayan por las tardes a impartir clases de asignaturas
alternativas. Él este año no enseña idiomas, sólo literatura
española, francesa, inglesa, por la tarde.
Con un poco
de prisa llegamos al aeropuerto. Nuestra estancia en Italia ha sido
breve. A las doce y media subimos al avión rumbo a Grecia, a la isla
de Cos.
Blas Villalta.
Blas Villalta.
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